sábado, 10 de abril de 2010

Historia desesperada

Observas el cielo. Lejos, hermoso. Hermoso en este día triste. Observas las nubes, y te preguntas si él estará sentado en alguna de ellas, si te estará esperando en alguna parte, en el cielo. Quizá haya algún lugar, un paraíso vacío en el que sólo haya espacio para vosotros dos, para siempre.

Como aquella vez, cuando te pidió que te casaras con él, sentados el uno junto al otro en la alfombra del salón frente al fuego de la chimenea de su casa de campo. Solos. Ahora, siempre y eternamente.

"Sí, quiero".

Flores, champán, una iglesia. Él con su traje negro y tú con tu vestido blanco. La marcha nupcial hace eco en tu cabeza, choca contra todos los recovecos de tu corazón. Una lágrima de felicidad, un beso, un abrazo. La luna de miel.

Y entonces él se fue. Un coche, oscuridad. La luna brilla en el cielo, las estrellas parecen estar más cerca que nunca. Una canción de amor sonando por la radio. La brisa de verano entrando, delicada, por las ventanas entreabiertas, con olor a flores y a naranjas. El paisaje pasa a vuestro alrededor, casas blancas, árboles frutales iluminados de color blanco. De pronto, una luz que no debería estar allí interrumpe el momento, ilumina vuestros rostros durante unos segundos que parecen horas. Como un flash. Un golpe, un grito. Vértigo, el vehículo se estrella contra un poste. Te duele, estás herida, no puedes moverte y el mundo se oscurece lentamente a tu alrededor. Te vuelves hacia él en medio del desastre. Te mira durante un momento, y aunque no aparta los ojos de los tuyos, tú sabes que ya no te está viendo. La vida se ha escapado por un resquicio, por sus labios entreabiertos. Un chillido de horror que sale sin darse cuenta de tu garganta, haciéndote daño. Le gritas que despierte, que no te deje, que se quede contigo. Es una pesadilla, tiene que serlo. “Ésto no nos puede pasar a nosotros”, piensas. Pero cuando se oyen las sirenas acercarse, la realidad cae sobre ti con fuerza, haciéndote aún más daño que las heridas físicas. Está muerto. Está muerto. Lo susurras, se lo dices al bombero que te saca del coche destrozado. No está, ya no está. Se ha ido. ¿Quién diablos conducía el coche que estuvo a punto de atropellar el vuestro? No lo saben. Ha huido.

Y el olor de las flores, de las naranjas, la brisa de verano, la canción que suena distorsionada a través de la radio, el paisaje, desaparecen. Rabia, tristeza, desesperación. Te lo han quitado todo. Te lo han quitado todo y han huido.

En el informe apuntan que había dos personas en el vehículo, que una ha resultado herida grave y la otra ha fallecido. Te dan ganas de gritarles que se están equivocando. Tú has muerto con él, en el momento en el que su corazón ha dejado de latir el tuyo ha quedado inservible, tu alma se ha ido, tu pecho ha quedado devastado. Tú también has fallecido.

Un accidente en el que sólo había un cuerpo pero dos cadáveres.

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